No hace falta ser anciano para darse cuenta de que con los años los lugares de la niñez se te quedan dentro, y en mi caso tienen forma de calles que recorro desde hace años una y otra vez mentalmente, desde la bicicleta o caminando, o trepando si son árboles o techos. Mi niñez fue feliz y es mi tesoro. Esas calles se quedaron en Argentina, en distintas ciudades en las que viví y a las que hacía muchos años que no volvía.
Viajo bastante y siempre intento ir a lugares que no conozco. Pero en este viaje volví a caminar por las calles de mi niñez, con ojos muy abiertos, con la cabeza yendo y volviendo. En la ciudad donde nací todos me mostraban los edificios nuevos, las fuentes, los puentes, y yo no me cansaba de mirar los árboles. Todos están tan grandes. Son más parte de la ciudad de lo que uno esperaba: despeinados, frondosos, enormes.
Muchas de las calles de las ciudades donde viví han cambiado tanto que me costaba reconocerlas: las tiendas y las personas parecían familiares pero claro, no eran las mismas. A veces las aceras, o los nombres de las calles eran lo más reconocible: todo lo demás era diferente, más ruidoso, más intenso y más complejo y a la vez más pequeño de lo que yo recordaba. Como cuando ves a través de las gafas de un miope. Las casas estaban más enrejadas y creo que también por eso parecían pequeñas. Mis escenarios de la niñez estaban definitivamente más llenos de libertad.
Los olores son exactamente los mismos: ¿cómo pueden ser tan concretos y tan endiabladamente difíciles de definir? En cada esquina se amontonaban recuerdos, y quizás por eso no podía caminar muy deprisa. Pasé por la casa de Emiliano, el chico terrible que no soportábamos mucho pero que era el único que tenía una Commodore 64 y nos la prestaba alguna vez. Ví las casas del barrio Gómez, y cada una eran tanto más que casas: rostros, familias, historias. De chicos, con Mati, mi compinche, subíamos al tejado de nuestras casas y desde ahí saltábamos a otros techos vecinos, nos encantaba treparnos a ese mundo propio y aunque no nos dejaban, llegamos a conocer los tejados de muchísimas casas de la manzana.
A veces los recuerdos eran sólo retazos de imágenes sin sentido: las frutillas que nos convidaba el marido de nuestra profesora de inglés, el cuerpo muerto de un pajarito en la calle que había caído de su nido, la piedra que había debajo del río y que teníamos que evitar al nadar para no rompernos los dedos de los pies.
La calle Libertad, la primera en la que vivimos y que significaba tantas cosas. La rotonda con la estatua de La Madre. El café Amici. La Telefónica, donde estaba la única cabina de teléfono pública, en la que había colas todas las noches para llamar, porque era más barato. El helado de chocolate de Frigor, en la heladería de la señora Kalas, que siempre nos sonreía. Ha muerto, me dijeron. La vez que pasé caminando frente a la tienda del chico que me gustaba y me temblaban las piernas de niña de 12 años. Pasé y me temblaron otra vez, a pesar de que la tienda no era la misma, ni había nadie allí.
Pasé por la casa embrujada. Todos decían que por las noches se veían luces y cortinas moverse a pesar de que nunca estuvo habitada, yo no consideraba necesario ni siquiera poner en duda algo que decía todo el mundo, y nunca pasaba por ahí. Sigue cerrada. Era de día cuando la volví a ver pero siempre la veo oscura. Frente a ella tuve 8 años otra vez, el mismo silencio en esos sauces, las mismas ventanas despintadas. Sólo pensé en hacerle una foto y me fui enseguida.
La escuela Mariano Moreno. Mi escuela primaria con nombre de periodista prócer, que cumplió 100 años y no cambia. Aunque era blanca y ahora es amarilla, está pintada y es reluciente y hermosa como la recordaba. Sólo se ve tan pequeña que no quise mirarla mucho, creo que quise quedarme con la escuela inmensa de mi memoria. Con esos pasillos anchos donde salíamos cantando todos los días en fila hasta que bajábamos las escaleras de la entrada y alguien nos estaba esperando con una sonrisa. La garganta se me anuda.
Si hubiera tenido más días, hubiera recorrido todas las calles de esas ciudades, mirándolas, por fuera y por dentro mío, no sé muy bien por qué, ni de dónde viene ese placer tan hondo.