En un paraje sin agendas ni alarmas, alguien te dice que sólo quedan tres días para nuestra vuelta a Europa y ya sabes que te han arruinado el día.
Ayer cruzamos la frontera con Sudáfrica y un puente sobre el río Orange. Terminaban 6 días de travesía a lo largo de la gran Namibia, recorriendo su desierto: esos miles de kilómetros de aire y arena, brillos y estrellas, y cuántas cosas más. Como cuando te ponen una venda en los ojos y empiezas a estar atento al resto de tus sentidos, el desierto está increíblemente lleno de experiencias y de vida.
La arena se extiende por kilómetros hasta donde alcanza tu vista: así durante horas y días, y sin embargo a cada minuto el paisaje es sorprendentemente diferente. Cambia algo, cambia todo, y es tu tarea el empezar a encontrar el por qué: los efectos de la luz solar en aquellas extensiones, los vegetales disfrazados de roca, las nuevas sombras. Si miras atentamente la arena, ves las huellas del escorpión, unas comillas a los lados y un surco en su rastro: la advertencia del aguijón. Además las de muchos pájaros, escarabajos y bichos más grandes, como el chacal o alguna hiena haciendo paseos nocturnos.
También empiezas a explorar tu paisaje interno, como sucede en todos los viajes. Así como las partículas de mica van quedándose en tu piel y sólo las descubre luego el sol haciéndolas brillar, hay una paz que se va depositando sobre todos tus pensamientos. Ninguna foto podrá mostrar cómo es el desierto a quien no lo conozca, porque tan significativo como lo que ves es lo que sientes a través de los días, el paisaje que el desierto hace de ti.